28.9.05

25._ Biblia

Según la tradición que hemos recibido, ese hombre en quien se encarnó Dios fue Jesús de Nazaret, hace veinte siglos, y su pueblo era el pueblo judío, el Israel histórico. En la Biblia --los libros que interpretan en clave religiosa los acontecimientos de la vida de Jesús y de la historia de Israel--, tiene pues que estar contenido el mensaje de salvación y el testimonio de su realización.
La Biblia atribuye a Dios, a la acción directa de Dios, cada una de las peripecias y logros del pueblo israelita: su fundación, sus leyes, sus estructuras políticas y sociales, etc. Las épocas triunfales se interpretan como dones de Dios, y las derrotas como castigos. Cualquier costumbre, norma jurídica o social, riquezas materiales y espirituales, etc, se atribuyen u orientan a Dios.

¿Es esto compatible con nuestros puntos de vista? ¿Es éste el Dios de la Redención, de la Encarnación, el Dios amoroso, bondadoso, benevolente hacia sus pequeñas criaturas, que quiere hacerse como ellas para dialogar con ellas y salvarlas? ¿O es sólo un dios protector-dominador de tribus y naciones, una proyección de las necesidades humanas de seguridad, poder y dominio, a quien se hacen ofrendas para aplacar su ira y conseguir sus favores, a quien se encomienda el éxito de las cosechas y de las batallas?

Evidentemente, no es fácil la respuesta, porque parece haber una gran confusión. Según nuestra tradición, el Dios de Jesús tiene todas las características del verdadero Dios benevolente; no así, aparentemente, el Dios del Antiguo Testamento. Sin embargo, para Jesús y sus discípulos se trata del mismo Dios, que antes estaba sólo parcialmente revelado, y luego, en Jesús, se ha manifestado tal cual es verdaderamente. En esta nueva clave --la de Jesús--, y bajo esta nueva luz, debemos interpretar las narraciones y prescripciones del Antiguo Testamento.
Pero también los hechos y mensajes contenidos en el Nuevo Testamento están referidos al Antiguo, sólo se comprenden correctamente a su luz. Se trata de interpretaciones mutuamente relacionadas, e interpretaciones de interpretaciones, formando una especie de red, de la que brota un significado elaborado, un mensaje libre al fin de ruidos y deformaciones. Los Antiguo y Nuevo Testamentos, y los hechos históricos relacionados con ellos, conforman un "contexto de interpretación", un "ámbito hermenéutico". En este ámbito no sólo nos hemos situado nosotros, para obtener nuestros conocimientos, sino todas las figuras proféticas de la historia de Israel, y hasta el mismo Jesús y sus discípulos.

Podemos considerarnos privilegiados por haber recibido el mensaje depurado, el verdadero retrato de Dios y el enunciado exacto de su plan, como herencia preciosa de esa larguísima elaboración a través de los siglos, y gracias sobre todo a su plasmación en la persona de Jesús.
No obstante, no debemos conformarnos sólo con eso; para contemplarlo en toda su profundidad, en todo su relieve, a plena luz, debemos indagar en esa tradición, reinterpretar continuamente los textos de la Biblia, para ir descubriendo, como en una especie de puzzle, los rasgos --más o menos logrados-- de ese rostro divino que ya sabemos reconocer.

Claro que, tenemos que admitirlo y denunciarlo, el mensaje sigue estando amenazado de deformaciones y ruidos. Desde que se expresó en Jesús hasta ahora ha sufrido continuas malinterpretaciones y manipulaciones. Incluso los Evangelios, la fuente más fiable por su cercanía a Jesús, se debieron a testimonios de segunda o tercera mano, y fueron, naturalmente, influidos por las mentalidades y los acontecimientos de la época --posterior en medio siglo a la de Jesús--, en que fueron escritos. El mensaje de Dios queda siempre inmerso en el "ruido" de los hombres. Por eso ese "ámbito", ese "contexto interpretativo", resulta inapreciable para seguir depurándolo, mediante la exégesis y la hermenéutica de los textos y las tradiciones implicados.