28.9.05

26._ Mitos

Por supuesto, nosotros, como buenos repudiadores del Dios "milagrero" de cierto deísmo, no podemos aceptar intervenciones directas de Dios en la historia ni en los fenómenos naturales. Menos podemos atribuir la autoría de los libros de la Biblia al "dictado" de Dios, como sugiere la visión ingenua que sostiene incluso una inspiración literal minuciosa --palabra por palabra-- de los textos "sagrados".

No; sabemos, sin duda, que los libros de la Biblia son una colección de piezas literarias, de diverso género, de factura humana. Incluyen relatos míticos y fabulosos, poemas épicos y epopeyas, crónicas, piezas jurídicas, discursos, reflexiones y meditaciones, leyendas, alegorías, parábolas, narraciones maravillosas, visiones fantásticas, canciones, poemas líricos, etc. Reflejan la vida entera de un pueblo a través de los siglos, en la versión de muchos cronistas de diversas tendencias y escuelas, quienes recogían las innumerables tradiciones orales comunicadas de generación en generación, por los viejos a los jóvenes, las madres a los hijos, los maestros a los discípulos, los sacerdotes a las comunidades; quizá al calor de las fogatas de los campamentos, en las tiendas, en los poblados, en los palacios, a la orilla de los ríos, en tiempos de paz como de guerra, en años de victoria y prosperidad como de cautiverio y sufrimientos.

No se trata, por cierto, de la obra de historiadores ni de científicos; ni siquiera de teólogos, aunque en ella aparece siempre, continuamente y por todas partes, un protagonista: Dios.

Es normal, en crónicas y relatos de la antigüedad, referir los acontecimientos a la intervención de los dioses. Éstos representan a las fuerzas de la naturaleza, a los antepasados, a los astros, a la fortuna, al destino, y a la personificación de las emociones y pasiones humanas; son los dioses protectores y dominadores del pueblo, que le imponen sus leyes, le otorgan sus favores, respaldan a sus autoridades, le ayudan en sus guerras y empresas, consiguen sus victorias, exigen su acatamiento, dones y sacrificios.
Todos los pueblos de la humanidad han tenido dioses míticos, pues responden a necesidades de la mentalidad humana, frente a los miedos e incertidumbres que siente al enfrentarse a la naturaleza y a las vicisitudes de la vida y de la muerte. Los dioses míticos son proyecciones antropomórficas imaginarias; no son aspectos del Dios trascendente ni de su inmanencia en la naturaleza, aunque pudieran constituir en cierto modo un estadio de búsqueda hacia Él por parte de la humanidad; pero cuando se observa a estas proyecciones míticas desde una mentalidad más madura, habiendo progresado en el conocimiento de la verdadera inmanencia: la naturaleza y la humanidad "por sí mismas", con sus capacidades creativas propias; o de la verdadera trascendencia: el emergente final, la novedad última del proceso cósmico; entonces, todos esos dioses se reconocen como meros entes imaginarios, rechazables y perjudiciales en cuanto obstaculizan o distraen del verdadero conocimiento de la naturaleza, de la humanidad, y de Dios.